Del Diario de Santa Faustina, 936
Cierta alma que estaba en nuestro pabellón,
estaba muriendo, sufría tremendamente, estuvo agonizando tres días, recobrando
el conocimiento de vez en cuando. Todos en la sala rogaban por ella. Yo también
deseaba ir, pero la Madre Superiora me había prohibido visitar a los
agonizantes, por eso rogaba por esa querida alma en mi habitación aislada. Pero
al saber que aun sufría y que no se sabía cuánto tiempo iba a durar todavía,
repentinamente algo agitó mi alma y le dije al Señor: Oh Jesús, si todo lo que
hago Te es agradable, Te ruego, como una prueba de esto, que esa alma no sufra
más, sino que pase en seguida a la felicidad eterna. Pocos minutos después supe
que aquella alma se había dormido tan serena y rápidamente que ni siquiera dio
tiempo de encender la vela.
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