Del Diario de Santa Faustina, 31
Una vez vi na multitud de gente en
nuestra capilla y delante de ella, y en la calle por no caber dentro. La
capilla estaba adornaba para una solemnidad. Cerca del altar había muchos
eclesiásticos, además de nuestras hermanas y las de muchas otras
Congregaciones. Todos estaban esperando a la persona que debía ocupar lugar en
el altar. De repente oí una voz de que era yo quien iba a ocupar lugar en el
altar. Pero en cuanto Salí de la habitación, es decir del pasillo, para cruzar
el patio e ir a la capilla siguiendo la voz que me llamaba, todas las personas
empezaron a tirar contra mí lo que podían: lodo, piedras, arena, escobas. Al
primer momento vacilé si avanzar o no, pero la voz me llamaba aun con más
fuerza y a pesar de todo comencé a avanzar con valor. Cuando crucé el umbral de
la capilla, las Superioras, las hermanas y las alumnas e incluso los Padres
empezaron a golpearme con lo que podían, así que, queriendo o no, tuve que
subir rápido al lugar destinado en el altar. En cuanto ocupé el lugar
destinado, la misma gente y las alumnas, y las hermanas, y las Superioras, y
los Padres, todos empezaron a alargar las manos y a pedir gracias. Yo no les
guardaba resentimiento por haber arrojado contra mí todas esas cosas, y al
contrario tenía un amor especial a las personas que me obligaron a subir con
más prisa al lugar del destino. En aquel momento una felicidad inconcebible
inundó mi alma y oí esas palabras: Haz lo que quieras, distribuye gracias como
quieras, a quien quieras y cuando quieras. La visión desapareció enseguida.
